Ideología e instituciones jurídicas autoritarias en la Constitución venezolana de 1999. Autor: Jesús R. Quintero P.

Ideología e instituciones jurídicas autoritarias en la Constitución venezolana de 1999.

Jesús R. Quintero P.

1. El análisis de los presupuestos ideológicos y de los principios más fundamentales que inspiran la parte orgánica y funcional de la Constitución venezolana de 1999, permite sostener que sus instituciones políticas básicas presentan una marcada impronta autoritaria, de tal modo arraigada y profunda que determina su estructura misma. La inspiración totalitaria del texto constitucional, producto del autoritarismo y de la tendencia a la centralización del poder, sin embargo, ha podido pasar casi inadvertida porque gracias a las particularidades del proceso político que condujo a su sanción, su autoritarismo aparece un tanto escamoteado bajo la espesa capa de retóricas declaraciones de derechos fundamentales a las cuales somos tan proclives, derechos que la dogmática de la Constitución pretendidamente reconoce y garantiza, con notable amplitud y exhuberancia.

En efecto, a nuestro modo de ver, el carácter propiamente autoritario de la Constitución y el marcado centralismo que resulta de la concentración del poder en la Presidencia de la República, así como las particularidades del sistema de provisión de los cargos y atribución de las potestades a las diversas instituciones del Estado, puede convertir y de hecho han convertido en letra muerta en la praxis política la mayor parte de esas declaraciones de derechos, que la doctora Sansó ha considerado, sin embargo, poéticamente, como «una de las piezas más hermosas del constitucionalismo moderno»[1]. Así ha ocurrido de hecho. El carácter puramente retórico de esas declaraciones de derechos se hace manifiesto en la reiterada desestimación de las pretensiones que en ellos puedan ser fundadas, tan pronto como el efectivo ejercicio de los derechos fundamentales, generosamente reconocidos por la dogmática constitucional, se presenta prácticamente como límite efectivo a la concentración poder absoluto en la Presidencia de la República, a su conservación y su ejercicio ilimitado.

Es más, cuando la propia Constitución autoriza inexplicablemente y contra toda lógica de lo normativo, en su artículo 350, una suerte de «libre examen» de las leyes y de la conducta política de los gobernantes a la luz de esos derechos fundamentales y exhorta al pueblo a desconocer la autoridad pública y la vigencia de la legislación en los casos de pretendidas violaciones de tales principios, se concede a las naturales divergencias interpretativas acerca de vigencia efectiva de los derechos fundamentales y de los valores, principios y garantías democráticas, subjetivamente entendidas, –si hubiere en ello un ápice de sinceridad– una eficacia tal que haría impracticable el funcionamiento del Estado. Esta paradoja es un indicio seguro del valor preponderantemente retórico de esas declaraciones y garantías[2] que no hubieran sido formuladas ni otorgadas si hubiera existido algún propósito sincero y clara voluntad política de honrarlas. Son principios, en definitiva, que se declaran y reconocen intencionadamente no para hacer práctica su vigencia efectiva, sino para estar allí como adornos y falsos atributos del discurso político totalitario, auténtico hilo conductor del texto constitucional[3].

En nuestra opinión, el origen inmediato de la vocación totalitaria que da forma y sustancia a numerosas instituciones de las que integran la parte orgánica y funcional de la Constitución venezolana de 1999, encuéntrase en la influencia que el pensamiento del teórico neofascista argentino Norberto Ceresole ejercía sobre las ideas y la acción política de Hugo Chávez Frías, el caudillo de la llamada Revolución Bolivariana, para la época en que éste promovió e impuso la convocatoria del poder constituyente, e inclusive para la época en que la Asamblea Nacional Constituyente inició sus trabajos. Sería sin embargo un despropósito atribuir a Ceresole haber sido el creador o al menos un innovador en materia de autoritarismo político. Ciertamente parece necesario enfrentar una larga tradición de enemigos de la libertad que, según Popper[4] enseña, se remonta hasta Platón.

La paternidad del fundamento conceptual de las tiranías modernas se atribuye principalmente a Thomas Hobbes de Malmesbury, a Nicolo Maquiavelo y a Vilfredo Pareto. Para la comprensión del espíritu que animó a estos teóricos europeos del autoritarismo, enemigos de las libertades, así como para representarse una imagen fiel del espíritu que ahora anima a quienes siguen sus pasos entre los pobres de la tierra, como lo son el propio Ceresole y Hugo Chávez –su discípulo apóstata– y salvando naturalmente la distancia, parece útil y necesario recordar y volver a pensar algunos de los conceptos desarrollados por los clásicos del pensamiento tiránico, para subrayar de tal modo las notables coincidencias entre unos y otros, basados todos ellos en una concepción pesimista del hombre, y la persistencia histórica de los propósitos autoritarios, siempre idénticos a sí mismos. El ceresolismo y el chavismo de entonces, congelado en la Constitución de 1999, podrán ser vistos de este modo desde una perspectiva más universal, que permite su inequívoco encuadramiento en la tipología del pensamiento político del autoritarismo.

La Constitución vigente, sin embargo, no obedece sólo a la determinante influencia ceresoliana, que le proporciona desde luego su textura autoritaria. Su heteróclita configuración parece más bien resultado de la pretensión de ensamblar tres diversos idearios políticos y de conjugarlos con la parte supérstite de la tradición constitucional de la República, que se inicia con el liberalismo político de la época de la Independencia en el siglo XIX y culmina con la promulgación del texto constitucional de 1947 y de su continuidad histórica, que instituyó el estado social del derecho surgido de posguerra, que fue la Constitución de 1961.

Se pretendió amalgamar esas ideas políticas de suyo divergentes a través de un proceso de deliberación constituyente presidido por personajes de la clase de Luis Miquilena y del patético Aristóbulo Isturiz, secundados por un grupo informe de «constituyentes» arrastrados a ocupar los bancos de la Asamblea Nacional Constituyente por las decisiones adoptadas en el cenáculo de un partido de corte estalinista y un sistema electoral políticamente inconveniente que permitió el avasallamiento y la exclusión de las minorías. El indispensable debate y la confrontación nunca se tuvo con la necesaria serenidad y buen sentido requeridos, ni era posible que surgiera de esa Asamblea, reunida en un ambiente festinado de intencionada y falsa urgencia que impuso culminar el nuevo texto constitucional a trompicones y en menos de los escasos ciento ochenta días previstos para ello, todo lo cual influyó negativamente en el ordenamiento constitucional que de tan acelerado y accidentado proceso resultó y permitió prologar indefinidamente la transitoriedad política.

2. En este sentido, se advierte en primer lugar, especialmente en la parte dogmática de la Constitución, una clara influencia de los profesores españoles Roberto Viciano Pastor, profesor titular de derecho constitucional de la Universidad de Valencia, y de Rubén Martínez Dalmau, investigador del Departamento de Derecho Constitucional de la misma universidad[5], quienes fueron llamados por el gobierno de Chávez y participaron directamente en el proceso constituyente, así como de otros juristas españoles invitados también por el gobierno a expresar sus puntos de vista sobre los asuntos tratados en la Asamblea Nacional Constituyente, todos los cuales, de alguna manera, vinieron como expedicionarios a aportar soluciones, sin haber contraído, ni unos ni otros, ningún compromiso con nuestra realidad política y con un propósito predeterminado de confeccionar el ropaje constitucional por encargo de quienes pagaron las minutas de honorarios.

En todo caso, el aporte de esos profesores extranjeros se tradujo principalmente en que fueran adoptadas algunas soluciones provenientes directamente de la Constitución Española de 1978, así como otras derivadas del desarrollo que de sus principios ha hecho el Tribunal Constitucional español. El peso de esa fuente sobre la Constitución sancionada se advierte incluso en redacción de algunos textos. Su influjo explica de este modo no sólo el desarrollo y orientación de los derechos fundamentales sino inclusive el concreto contenido de algunos preceptos incluidos en el texto sancionado. Es el caso, por ejemplo, del crucial artículo 2 de la Constitución que alude, con notable paralelismo con el texto constitucional español, a los valores superiores del ordenamiento jurídico. Por eso afirman los citados profesores, que la Constitución de 1999 contiene, principalmente en su Título III pero también en el resto del texto constitucional, una carta de derechos fundamentales avanzada, que se aplica a todos los ciudadanos, y reconoce las particularidades de sectores sociales que necesitan de especial protección.

La influencia de los profesores españoles no se limitó, sin embargo, a la cuestión de los derechos fundamentales. También auspiciaron la nueva división de poderes del Estado, en la cual se hizo patente una marcada preponderancia del Ejecutivo, cuyas peculiaridades constituyen la base del problema que aquí se trata. Es en el Poder Público Nacional –dicen los citados Viciano Pastor y Martínez Dalmau, con marcado regocijo– donde encontramos las diferencias con el sistema clásico de poderes, que consisten en no sólo organizar los tres clásicos poderes –Ejecutivo, Legislativo y Judicial–, sino acompañarlos de los llamados Poder Ciudadano y Poder Electoral.

Les parece, por ejemplo, «una de las primicias de la Constitución Bolivariana», la institución de la figura del Vicepresidente Ejecutivo, de libre nombramiento y remoción del Presidente en la que, en razón del origen de su nombramiento y de la naturaleza de sus funciones, encuentran «que aproxima la figura a lo que podría ser, en otros sistemas, el Primer Ministro»[6]. De acuerdo al texto constitucional, corresponde al Vicepresidente Ejecutivo la coordinación de las relaciones entre el Legislativo y el Ejecutivo. El control político de su gestión se ejerce por el órgano legislativo de modo que en caso de moción de censura aprobada por mayoría calificada de la Asamblea Nacional, puede ser objeto de remoción del cargo sin que, en tal caso, pueda optar de nuevo a su ejercicio o al ejercicio del cargo de Ministro durante el mismo periodo presidencial. Sin embargo, como contrapartida a todas luces desproporcionada, de producirse la remoción del Vicepresidente Ejecutivo en tres oportunidades dentro del mismo periodo presidencial, como consecuencia de la aprobación de mociones de censura, el Presidente queda facultado para disolver la Asamblea Nacional, siempre que ésta no se encuentre en el último año de funcionamiento; de modo que el conflicto político entre el Vicepresidente y el parlamento se resuelve a favor de la voluntad del Presidente de la República y de la política adelantada por el Vicepresidente Ejecutivo, funcionario que no ha sido designado por elección popular, y en detrimento de la representatividad democrática de la Asamblea Nacional.

Así mismo, debe hacerse notar que el Vicepresidente Ejecutivo es el llamado a suplir, hasta la conclusión del periodo constitucional, las faltas absolutas del Presidente de la República cuando éstas se produzcan durante los dos años últimos años del periodo para el cual fue electo, de modo que resulta posible, de acuerdo al texto constitucional, que un funcionario que no ha sido objeto de elección popular y que carece, por consiguiente, de legitimidad democrática, ejerza la presidencia de la República por una tercera parte del periodo presidencial, perpetuando anómalamente en tal caso la voluntad de un Presidente que puede haber renunciado por razones políticas o haber sido destituido por el Tribunal Supremo de Justicia por razones de derecho que establezcan sus responsabilidad o haber sido objeto de revocación de su mandato por referendo popular.

La ingenuidad de los aludidos profesores extranjeros no les permitió tampoco imaginar que la independencia del Poder Judicial que estiman garantizada en la Constitución, se vería mediatizada por la «transitoriedad», que hizo posible pasar por alto los alegados «estrictos requisitos de profesionalidad para los Magistrados del Tribunal Supremo de Justicia», a los cuales se refieren en su obra, y la necesaria intervención del Comité de Postulaciones Judiciales para su selección. Lo propio ocurrió con la elección de las autoridades que conforman el Poder Ciudadano y con el famoso proceso público de selección con la intervención del Comité de Evaluación de Postulaciones. Sólo letra muerta.

Esa misma actitud de profunda ingenuidad les lleva concluir en que ni la prórroga del periodo presidencial ni la posibilidad de inmediata reelección, ni aún la disolución de la Asamblea Nacional a causa de las mociones de censura al Vicepresidente Ejecutivo, «pueden considerarse elementos preocupantes hacia un supuesto autoritarismo», pues esta última, argumentan, «sería provocada por la propia asamblea»[7], algo parecido a un suicidio.

La ampliación y sustancial modificación del concepto de habilitación legislativa del Presidente de la República para legislar por medio de decretos-leyes, es necesario inscribirla dentro de la misma línea de preeminencia o hegemonía del Presidente de la República como Jefe de Estado y Jefe de Gobierno sobre los demás Poderes Públicos. Los profesores españoles que hemos citados consideran «preocupante» esta nueva configuración de la habilitación legislativa que, según comentan, «sin apartar propiamente competencias del parlamento, refuerza excesivamente el poder del Ejecutivo»[8]. Seguramente jamás pudieron imaginar que la actual crisis política se desencadenaría, precisamente, por la aprobación por el Presidente de la República en Consejo de Ministros de 48 leyes, como resultado de la última habilitación legislativa. Gracias a la amplitud desmesurada de la habilitación se transformó el Gabinete en legislador normal desconociendo lo esencial del principio de la separación de poderes. Tan desmesurada habilitación legislativa, permitida además por el texto literal del artículo 203 la Constitución, conduce a negar la necesaria distinción entre funciones legislativas y ejecutivas, que se traduce en la efectiva posibilidad de negar a las minorías políticas el poder de oponerse a las propuestas legislativas, que en sí misma constituye una práctica atentatoria contra la esencia del parlamentarismo.

La ley alemana de autorización del 24 de marzo de 1933 aprobada por el Reichstag por una mayoría 441 votos contra 94, es decir por los dos tercios de los presentes, conforme a los términos de la Constitución de Weimar, dio también al gabinete del primer gobierno de Hitler un poder legislativo ilimitado. Si bien el poder legislativo no fue abolido, en la práctica se hizo inútil y superfluo. Esa ley significó un apartamiento radical de los principios del constitucionalismo del Estado de derecho liberal y fue siempre considerada por los teóricos del nacional-socialismo como «la piedra angular de la nueva constitución», porque al nazismo le fue fácil convertir esa delegación excepcional de poderes en Reichsführungsgesetz.

Por otra parte, llama particularmente la atención del texto constitucional aprobado en la Asamblea Nacional Constituyente, el sincretismo patente entre los principios autoritarios relativos a la organización del Estado y las reconocidas exigencias del principio de la participación ciudadana y la democracia directa o democracia protagónica. El texto constitucional acoge paradójicamente ambos principios, de tal forma entreverados el uno con el otro, que Asdrúbal Aguiar ha visto con razón en la Constitución «una extraña suma de autoritarismo regresivo y nominalismo libertario»[9], cuyas contradicciones aparentan conciliarse al resultar unificados por medio de un discurso político puramente retórico. Véase en este sentido, por ejemplo, la norma del artículo 72 de la Constitución que se refiere al referendo revocatorio. Se considerará revocado el mandato sólo «cuando igual o mayor número de electores y electoras que eligieron al funcionario o funcionaria hubieren votado a favor de la revocatoria, siempre que haya concurrido al referendo un número de electores y electoras igual o superior al veinticinco por ciento de los electores y electoras inscritos», amen de que para solicitar su convocatoria se requiere que así lo demanden el veinte por ciento de los electores inscritos, lo cual en la circunscripción electoral nacional significa unos dos millones de electores solicitantes.

Es posible constatar, sin embargo, cierta fidelidad de la Constitución a la utópica tendencia latinoamericana de las últimas décadas a la ampliación de las capacidades de organización política y social, en cuyo contexto adquiere sentido la noción de participación ciudadana y que se refiere, en general, a la participación política, pero que como ha sido señalado, se aleja de ésta en que abstrae tanto la participación mediada por partidos políticos democráticos como la que el ciudadano ejerce cuando elige a las autoridades públicas y, en cambio, expresa «la intervención directa de los agentes sociales en actividades públicas». A partir de la década de los años ochenta se recurre en el constitucionalismo latinoamericano a la participación ciudadana como instrumento para la profundización de la democracia, mediante la búsqueda de una redefinición del papel y las funciones del Estado a favor de una supuesta revalorización de la «sociedad civil». Como resultado de este movimiento de ideas, durante los años noventa se producen en Latinoamérica reformas constitucionales caracterizadas porque enfatizan en los instrumentos de la democracia directa[10] y en la apertura de oportunidades a la participación ciudadana en la administración pública y aún en la administración de justicia. Dentro de esta tendencia común en latinoamericana, se inscribe también la Constitución venezolana de 1999.

En un largo documento titulado «El Modelo Venezolano o la Posdemocracia. Caudillo, Apóstoles, Pueblo», Norberto Ceresole quiso ver en la elección del Presidente Chávez una mística «orden o mandato» emitido por el pueblo venezolano en el sentido que fuera una persona física, Hugo Chávez mismo, personalmente, y no una idea abstracta o un «partido», el delegado para ejercer el poder. De este modo, como veremos, el líder militar derrotado en la tentativa de golpe de Estado y luego democráticamente electo Presidente se trasmuta en «caudillo», pivote del modelo venezolano de la posdemocracia.

Cabe señalar que dentro de la lógica de la tiranía, el liderazgo propio del caudillismo carismático, que se pretende haber sido instituido con la elección de Chávez, sin embargo, no es en este sentido «delegado» por el pueblo, que se ha limitado a elegir un gobernante. No es el pueblo, en efecto, el que concede el liderazgo, sino que lo reconoce en el caudillo. De allí que sea posible argumentar que la autoridad del caudillo es válida aún contra la voluntad del pueblo, por la misma razón de no ser él quien concede tal autoridad mística sino quien se limita a reconocerla en el caudillo. El poder carismático o liderazgo del caudillo tiene de tal modo una justificación exclusivamente intrínseca o inmanente. Se trata, entonces, de un «caudillo» iluminado como lo fue Franco, o como aquellos otros recordados «Il Duce» o «Der Führer», los grandes dictadores totalitarios de la modernidad. El caudillo, situado providencial y privilegiadamente en la historia está llamado a encarnar en su propio ser, para el futuro, el destino histórico del pueblo y, al mismo tiempo, predestinado para reivindicarlo y corregir sus extravíos, a partir de las advertencias del pasado histórico. Es de allí –de la realidad inmanente del liderazgo carismático del caudillo– de donde surge verdaderamente su derecho y la fuerza necesaria para fundar un nuevo Estado y un nuevo orden y no, desde luego, de su elección popular como Presidente de la República.

De este modo Hugo Chávez ostentaría una dimensión capaz de diferenciarlo cualitativamente de un «Presidente de República» y se habría convertido en líder político carismático puesto al frente del Estado. Es el Jefe del Estado, comandante en Jefe de la Fuerza Armada y principal dirigente del partido de gobierno, el cual está organizado verticalmente sin concesión alguna a la idea de lo que debe ser un partido democrático. Es la idea de Norberto Ceresole de una política formada por la relación de tres elementos esenciales: «Caudillo, apóstoles y pueblo».

En el discurso de Hitler ante el Reichstag del 13 de julio de 1934, después de la purga de sus partidarios, que glosa Schmitt en su opúsculo «El Führer defiende el Derecho», Hitler, según allí se anota, trazó una oposición clara al subrayar la diferencia entre su gobierno y Estado, por una parte, y por otra el Estado y el gobierno del sistema de Weimar. «El 30 de enero de 1933 no se formó por enésima vez un nuevo gobierno, sino que un nuevo régimen eliminó una época vieja y enferma». La exigencia que estas palabras del Führer –dijo Schmitt– con respecto a que se ponga fin a un triste periodo de la historia alemana es de gran alcance jurídico también para nuestra teoría del derecho, la praxis judicial y la interpretación de la ley. En un Estado dirigido por un solo líder, en que el cuerpo legislativo, el gobierno y la justicia no se vigilan con recelo, como sucede en el Estado de derecho liberal, lo que normalmente se consideraría justo para un «acto de gobierno» –sustraído a cualquier revisión judicial como un acto cuyo propósito es defender a la sociedad– tiene que serlo en una medida muchísimo mayor al tratarse de un acto por medio del cual el Führer puso a prueba su liderazgo y judicatura supremos[11]. Es esa pretensión de determinar el futuro del pueblo de una vez y para siempre sobre las ruinas de cuarenta años de hegemonía de unas cúpulas corruptas e instituir un poder sin sujeciones, lo que se pretende asegurar con la Constitución concebida como medio necesario para evitar la «entropía del poder».

La mística e inexistente «orden o mandato» popular, la concreta existencia de ese líder militar providencial trasmutado más que en gobernante en «caudillo», la ausencia de instituciones intermedias eficaces y «la presencia de un grupo de importante de apóstoles que intermedian con generosidad y grandeza entre el caudillo y la masa», conforman un modelo «revolucionario» inédito. Ese modelo, dice Ceresole, «se diferencia del modelo democrático», «se diferencia de todas las formas de socialismo real», «se diferencia de los caudillismos tradicionales o conservadores» y «es distinto de los nacionalismos europeos de la primera posguerra». En realidad, sin embargo, como aquí se mostrará, el modelo no es tan inédito como pretende Ceresole.

Se debe, como veremos, al individualismo hobbesiano haber eliminado cualquier esfera de intermediación entre el individuo y el Estado. Su nueva versión, en la cual el Leviatán se sustituye por el «caudillo», no es más que el resultado de una relectura latinoamericana, desde la perspectiva del realismo mágico, de la tesis hobbesiana del autoritarismo y de la exacerbación del maquiavelismo político, así como del reforzamiento de la élite de los «generosos apóstoles» que detenta el poder frente a la masa sin articulación. El liderazgo político carismático se basa en la obediencia que el caudillo impone distribuyendo desigualmente el poder entre los «apóstoles que intermedian con generosidad y grandeza entre el caudillo y la masa» que no es más que el intento de crear y mantener una élite que le apoya, compartiendo el liderazgo carismático, para dominar la masa.

Este programa político fundado en el liderazgo político del «caudillo» difiere esencialmente de la idea democrática acerca del ejercicio del poder en la sociedad, cuya legitimación deriva exclusivamente del principio de la mayoría y de la conformidad jurídica de las potestades con el sistema constitucional, de modo que se manifieste la perfecta coincidencia entre legalidad y legitimidad. La democracia por fuerza de la razón que justifica el ejercicio del poder y de la autoridad, implica el principio de la identidad entre gobernantes y gobernados, su común sujeción al derecho, y rechaza la idea de liderazgo carismático y su pretensión mística de legitimidad ajena a la legalidad. El poder en el Estado democrático de Derecho, entonces, «no puede ser concebido como trascendente, definitivo y acabado, sino más bien como un futuro abierto y conflictivo», cuyas vicisitudes dependen del conflicto político entre adversarios que, no obstante su antagonismo, se reconocen como tales.

Según afirma Ceresole en su citado estudio, tanto los liberales y neoliberales como los marxistas de todo tipo «buscarán atacar el modelo venezolano». Los primeros –dice– exigirán «la distribución o democratización del poder», el desmonte del presidencialismo y la liquidación del «centralismo» de Estado. Los segundos, perseguirán la demencial esperanza «de que pueda existir participación popular sin liderazgo físico personal, sin dialéctica masa-caudillo», por ello –explica Ceresole– los esfuerzos por desvirtuar la constituyente pretenden que esta deje de ser «una instancia imprescindible para racionalizar administrativamente el poder» y se convierta en un mecanismo de «distribución o licuación del poder». Es decir, que se convierta en «un proceso entrópico que produzca una pérdida exagerada de energía política».

3. Es necesario examinar un poco más de cerca lo que Ceresole quiere decir cuando emplea el concepto de «distribución o licuación del poder» y cuando alude al «proceso entrópico» determinante la pérdida exagerada de energía política.

En cuanto a la primera de estas afirmaciones, que fija inconmoviblemente el paradigma básico sobre el cual se construye el ideario de Ceresole, de acuerdo al cual la distribución del poder conduce inexorablemente su «disolución» o «licuación», conviene puntualizar que ya Hobbes había señalado que los Estados se «disuelven» por ciertas causas internas, que no dependen de la violencia externa, tópico este sobre el cual incidiremos nuevamente más adelante. Es la antítesis teórica del fundamento de del sistema de pesos y contrapesos ideado por Montesquieu.

En los libros XI al XIII y en el último capítulo del Libro XIX, de «El Espíritu de las leyes»[12] se refirió en efecto Montesquieu al gobierno inglés, cuyas leyes tienen –según dijo– la libertad como objeto y se caracteriza tanto por una constitución equilibrada como por el sentido de la seguridad jurídica. De allí que el primer requisito práctico de la libertad política sea la separación de los tres poderes del Estado, de modo que se encuentren encomendados a diferentes personas y no concentrados en las mismas manos. «Por eso, siempre que los príncipes han querido hacerse déspotas, han empezado por unir todas las magistraturas en su persona». Montesquieu, a diferencia de Locke –quien distinguió la función «federativa», encargada de la política exterior, de la «ejecutiva», referida a la ejecución de las leyes internas– unió en un único poder la ejecución de las leyes internas y la política exterior, en tanto que el poder judicial lo concibió como independiente y de alguna manera nulo. La Inglaterra que describe Montesquieu era más libre y más justa que las antiguas repúblicas y su democracia. Su ventaja fue la separación de poderes y el mecanismo de los pesos y contrapesos, conforme al cual, al poder de estatuir se opone la facultad de impedir. A la separación de poderes, como hemos visto, se refiere Schmitt cuando expresa que en el Estado de derecho liberal el cuerpo legislativo, el gobierno y la justicia &laq

 
 
 
 
 
Academia de Ciencias Políticas y Sociales